domingo, 18 de septiembre de 2011

Lee y yo



Devorando la vidriera de Isabel la Católica, esa casa de ropa para chicas de 15 años a ….. bueno, a alguna edad de la mujer, suspiré una extraña alquimia de honestidad brutal y piedad sanadora:

Pero si tenés medianamente poca panza, la cola está en su lugar y usás corpiño con relleno ¡Compráte tranquila ese enterito / overall de jean Lee! . Es ahora o nunca – autosentencié – tenés un hijo adolescente y el menor mañana cumple 6 años. You go girl !

Desde que recuerdo me gusta la moda y todo lo relacionado a su mundo mágico.

Viernes de cumpleaños en la primaria. ¡Qué dulzura ponerme el vestido de punto smock, las medias tres cuartos españolas y el saquito inglés de turno que traía mi abuela de sus viajes!
Coronaba esa ceremonia la elección del moño para el pelo. ¡Cómo si lo estuviera viviendo en este momento! Siento el hombro a hombro con mi hermana, mientras mamá con parsimonia protocolar, retiraba de su cómoda la “Caja de los Moños”; para mí la puerta al paraíso de la moda infantil: decenas de cintas de todo género, diseño y color en su orden divino rogándome que las eligiera para coronar mi peinado cumpleañero.

De adolescentes los viernes se convirtieron en conversadísimos viajes en colectivo con mis amigas. Eternos peregrinajes por el Once y la Avenida Santa Fe en busca de ese jean ajustado, de corbatas varoniles, de aros y de vinchas desproporcionadamente fluorescentes, y de infaltables anteojos negros bolicheros ¿para la noche? sí para la noche. Sigue siendo un misterio indescifrable: como vistiendo tan mamarchas los chicos nos sacaban a bailar.

Ya universitaria, recuerdo las tardes de sábados, echada frente al hogar de la casa de mi tía Clara, hojeando durante horas las revistas Vogue y Elle, infalibles biblias de la moda mundial. Las leía en español, en inglés o en francés; descubriendo que la moda no tiene idioma porque es un idioma en sí misma.

Mi militancia por la cultura fashion llegó a su máxima expresión con la elección de mi vestido de novia. Convencida de  que todos los diseñadores del país tenían derecho a opinar, pasé meses visitando a los más conocidos y absorbiendo con avidez sus comentarios estilistas. Fiel a mi estilo, me propuse disfrutar del proceso de elección del vestido de bodas y no existió publicación  nacional e internacional que se resistiera a mis ojos afilados.
Y fue así, como una tarde, el vestido de mis sueños brotó en una única y certera pincelada. Diseño simple y de vigencia eterna.

Hasta hace poco, esta pasión por la moda estuvo escoltada por una seguridad casi envidiable a la hora de elegir qué vestir. Una dupla  que  se mantuvo intacta hasta que cumplí los famosos cuarenta años.
De repente, como si un hechizo se hubiera apoderado de mi aplomo decisorio, comencé a dudar de cada prenda que me ponía. La incertidumbre se instalaba todas las mañanas en el espejo: que si lo que estaba eligiendo era muy de vieja, o si estaba por vestirme como una adolescente; en todos los casos me paralizaba el temor al ridículo

Aquella mañana de otoño, frente a la vidriera de Isabel La Católica, el debate interno me jugó la pulseada acostumbrada,  pero mi pasión fashion se impuso. Con férrea decisión entré a preguntar por el enterito de la vidriera y comencé a escalar los dos pisos del local dark, siguiendo a una vendedora igualmente dark - campera de cuero negro con tachas plateadas,  tez  transparentemente blanca, ojeras profundas, puntas de pelos negras y afiladas. Una joven  muerta recién resucitada.

Disimulando la falta de aire producto de la escalada y fingiendo la mejor naturalidad que pude, oteé el primer piso, o “Tatoo Floor”. Sillones tipo dentista, agujas de todo calibre y dos artesanos listos para tatuar a sus próximas víctimas. La música estridente me ayudó a silenciar mi respiración agitada.

 -  Pasá por acá, bombona y probáte tranquila, este mono tiene una onda que no puede ser,   aulló excitada  Morticia Adams mientras descorría la cortina de terciopelo borgoña y pesada del vestidor.

El momento de la verdad cayó como un rayo en el cúbiculo de 0.70 x 0,70. Enfundada en el mono de jean, el pensamiento de “será apropiado para mi edad”  me picaneó una y otra vez sin piedad.
Un  duelo de muerte o vida se jugó como en un Juicio Final privado, hasta que mi ADN fashion barrió con todos los prejuicios.

-          ¡Lo llevó!, exclamé triunfal con el enterito entre mis brazos, mientras la vendedora que ya había perdido todo interés, se enrulaba el pelo y mascaba sonora un chicle rosachicle.


No resultó tan caro, para lo que es: pantalón y camisa juntos, son dos prendas en una. Me debo haber ahorrado unos cuantos pesos, amén de lo que lo voy a usar. Lo voy a gastar, me va con todo -  celebré internamente mi adquisición y salí a la calle con aire autosuficiente de compradora frecuente.

La bolsa de papel madera al hombro, ostentando un enorme “Lee” en letras retro. Nada más cool. Entre la arboleda de la calle Rodríguez Peña, el sol de media mañana dibujaba arabescos en las veredas de una ciudad que se rendía a mis pies. ¡Cuánto diseño, cuánta belleza, cuánta vida!  ¡Salud a mi  eterna juventud!

Feliz y sintiéndome divina, dispuesta a continuar con los trámites cotidianos, me dirigí al banco. ¿La fila?  Razonable, seis o siete  personas. Tras la ventanilla un empleado de cara pecosa, ojitos claros, pelo corto, crespo y muy engominado. Tendría unos veintipico largos.

-          Señora, permítame su tarjeta de débito y luego, cuando yo le indique, tenga a bien digitar su clave personal.

Pero borrego insolente, ¿quién te pensás que soy? ¿No ves que me acabo de comprar un mono de jean  re adolescente? ¿Cómo se te ocurre tratarme de usted?


-          Muchas gracias, quiero pagar el impuesto de Monotributo y el servicio de internet – contesté civilizada, controlando mi efervescencia interior.

El día de pagar tributos al mono, pensé.  La confusión de este muchacho radica en que el pago del Monotributo implica  una distancia generacional que remite a un camino laboral consolidado y establece parámetros propios del ser profesional y eso, inevitablemente, instala una brecha importante entre él y yo.  Otra sería la historia si hubiera venido con el mono de jean a pagar mi monotributo..

-          Bianchi. ¿Usted es algo del técnico de fútbol Carlos Bianchi, Señora? – el joven insistía con el “usted” y con el “señora”, sus ojos claritos sobre el marco de los anteojos esperaban entusiasmados.

Nos miramos un buen rato. Respiré hondo, y decidí que el momento de la verdad había llegado: en vistas de que era imposible disimular mis cuatro sotas, lo mejor sería jugar la  última carta.
Entonces le respondí pausadamente que no, que nada tenía que ver con el famoso DT, si bien a mis hijos bien les hubiera gustado alardear el parentesco.
Pausa meditada, y en tono de “no lo vas a poder creer”  le comuniqué la edad de los chicos.

Como acabo de confesar, ese era el último as en mi manga que, estaba segura  que  motivaría al  bancario a esbozar un caballerosísimo “Tres hijos ya, y de esas edades, siendo usted tan joven “. En ese caso el usted no me habría molestado en lo más mínimo.

Bueno nada de eso ocurrió. El bancario pecoso me miró unos segundos y remató un

-          Ah claro, señora, les debe gustar mucho el fútbol a sus hijos

Mi media sonrisa fue la orden fulminante para que continuara sin más demoras con el trámite, porque nuestra conversación ya no tenía sentido.

Mal que me pese, luzco muy bien todos y cada uno de los años que tengo. Y por dentro volví a encrudecer.  
Mirá chiquito, la próxima vez que pise este banco roñoso voy a venir enfundada en mi overall “barra” mono de jean, que me queda increíble, y de usted vas a tratar a tu abuela, ¿me explico?

-          Señora, su ticket, y que tenga usted muy buenos días – interrumpió mi pensamiento iracundo el muchachito eficiente.

-          Bueno muchas gracias, que tengas unas Felices Pascuas, querido.


 ¿Querido, le dije querido? No, no puede ser, jamás uso el querido. Esa es mamá, ay Dios mío me estoy pareciendo a mi madre, ella que es tan gentil, tan gentil como una… ¡como, una señora mayor!

En cuestión de nanosegundos, mi cabeza revisó todos los ítems en los que me estoy pareciendo a mamá. Un inventario donde la confusión con los nombres de los chicos, la obsesión por el orden de los almohadones del sillón, el guardar los sweaters en bolsas de nylon se ubicaron en los primeros puestos.  Sentía que envejecía allí mismo a la vista de todos.

Paren las rotativas,  estas reflexiones espiraladas y sin sentido de la edad, de lo que puedo usar o no, del ridículo, del usted, de mi mamá ….  me van a enloquecer. ¡Me quiero bajar!


Y así fue, que depuse armas, la autoestima desmoronada como castillo de naipes,  belleza tan efímera y frágil. Me sentí diminuta y avergonzada, como recogiendo todas las cartas que volaban de un lado a otro.
Sin más miradas ni palabras, tomé la bolsa arrugada de papel madera, y  me escabullí entre un mar de clientes que anónimamente habían alargado la fila.

El día ya no estaba tan brillante. Sobre Callao rodaban nubes gordas y grises. Chaparrones aislados estaban anunciados para la tarde.

Llegué a casa desganada y arrojé el contenido de la bolsa sobre la cama, con la desconfianza de quien manipula material radioactivo.
Y estuvimos así, en silencio un buen rato.

-          Te achicas por cualquier cosa, no te das cuenta de que el empleado solo cumplía con su trabajo. No me vas a decir que por un cordial y cortés usted, me vas a abandonar para siempre en tu placard. – se animó a cortar el hielo el enterito, moviendo de un lado a otro su cuello vacío.

-          Qué se yo, Lee.  La cuaretona vestida de adolescente es patético,   era la primera vez que conversaba con una prenda de vestir, pero me pareció muy natural. Lo cierto es que se tiene tanta intimidad con la ropa que solo nos falta hablar con ella. Y por suerte, Lee estaba allí,  justo en el momento que yo necesitaba conversar.

-          Si pero hay cuarentonas y cuarentonas. Además la mujer de ahora no es como la de antes. La moda desconoce edades, no hay fronteras tan tajantes.  Te puedo decir que en el local,  en más de una oportunidad he visto a madres e hijas comprar ropa para compartir - me consolaba Lee ya incorporado y sentado junto a mí en la cama.

-          No sé, será que no tengo hijas mujeres, no tengo parámetros. Si fuera por los chicos,  yo debería estar de jogging y botines con tapones, ahí sí que sería una genia, facha total,   continué mi letanía mientras la imagen tragicómica de la tía Angélica se pegaba a mi retina.


Hace unos cuántos años ya, la mujer del hermano de papá, decidió renovar todo su vestuario, su vocabulario y hasta su nombre. De Angélica pasó a ser Angelique, y comenzó a desfilar colores estridentes y ropa ajustada al cuerpo, más a la moda que sus hijas adolescentes. Todo un papelón con patas y boca; porque escucharla hablar era bizarro, intercalaba palabras en un inglés primitivo, mientras jugaba con sus extensiones rubias platinadas. Una barbie atropellada por un tren. Esa era la imagen yo tenía de una mujer arrepentida del paso del tiempo.

-          Es un tema de actitud, “la vida es como te la tomás”, “impossible is nothing”,  no sé querés que te tire mas eslogans?  alardeó el enterito su familiaridad con las mejores marcas. Sin duda, él era una prenda de apellido.

Y con paciencia paternal, Lee profundizó sobre la importancia de la actitud en la vida, sobre el ser y sentirse protagonistas desde lo que uno es, sin más vueltas. Ser y dejar que los demás sean. Celebrando estiró sus mangas al cielorraso cuando hablaba sobre la diversidad, y la riqueza que cada uno puede aportar en esta vida.
Para rematar, cruzó su manga con mi brazo, y me regaló lo que llamó su secreto infalible.

-         El quit de la cuestión está en la sonrisa, no se ha inventado aún una vestimenta más perfecta que la sonrisa. Tan sencillo como eso. Te dijo más, nosotros la ropa, somos solamente capas, simples  envoltorios de algo maravilloso que son ustedes las personas.

Nos quedamos así, sentados a la vera de la cama y pensé en cuanto daría este enterito por poder sonreír. Hasta que, de repente, Lee trazó su plan de acción

- Es mañana o nunca, si no me lucís mañana, esto, que apenas empezó entre nosotros, se acaba. El momento es ahora, el mundo necesita a mi chica. ¿Comprendido?

Parecía un estratega arengando a sus tropas, firme y entusiasta. No le respondí, me sentí un tanto intimidada y no quise herir sus sentimientos.

Y mientras lo estiraba sobre la cama, Lee levantó su manga derecha y acarició mi mano. Sin duda me había comprado un enterito buen tipo.

Las lluvias anunciadas para la tarde, nos despertaron al día siguiente. El cielo estaba negro y enojado. Comenzar con una mañana húmeda, que depresión tan cotidiana en Buenos Aires.
Abrí el placard para vestirme con mi uniforme de lluvia,  ese pantalón viejo y gris al que no se le notan las salpicaduras de las baldosas flojas, acompañado por el sweater finito que no da calor bajo el impermeable.

Hamacándose en la percha de la derecha, Lee repetía con voz mediana “hoy o nunca más, hoy o nunca más, hoy o nunca más”.
Me quedé mirándolo, su ir y venir, su tono confidente y cálido. El mantra apocalíptico surtió efecto y sin pensarlo, me introduje en el enterito, tomé la cartera, el paraguas y salí sonriente a la calle acuosa.

Durante el día recibí un sinfín de miradas exploratorias y unos cuantos comentarios. Hubo unos algunos sinceros “te queda de diez este enterito” y muchos borrosos “te queda divino”.
Por primera vez, no me excusé en mis consabidos “Ay te parece, ¿no es muy de adolescente?” O el siempre vigente y mentiroso  “me salió tan barato que no me pude resistir”.
Solamente sonreí y agradecí. Lo cierto es que Lee estuvo en todo momento a mí lado, dándome palmaditas de aliento en la espalda cuando los halagos tenían sabor a puñalada y susurrando un “esa es mi chica” cuando el piropo era genuino.

Así transcurrió el día, y en ningún momento me sentí ridícula. Hasta pensé en mi tía Angélica, perdón Angelique, y me dieron ganas de tomar un café y charlar con ella.

Ni la lluvia, ni los charcos, ni las miradas dudosas me desalentaron. Serenamente segura, con energía enfocada en los temas y las personas necesarias. Una fuerza nueva me acompañaba. Las cosas en su lugar. Un día para recordar.

Ya desvestida esa noche,  tomé a  Lee de los hombros y sin decir nada, lo abracé bien fuerte. Que bueno es saber callar, porque puede oír su susurro diminuto.
“Es la actitud de una mujer lo que cuenta, y nunca pero nunca te olvides de tu mejor vestido”.
 Y le regalé mi mejor sonrisa y él su mejor abrazo.



Para todas las mujeres que conozco: no importa nuestra edad, ni la forma de nuestros cuerpos. Solo vale lo que somos, lo valiosa que es cada una para sí misma y para los demás.
Y la forma de expresar ese valor único es la sonrisa.
Con agradecimiento y sonriendo
Carolina Tocalli - 1 de mayo de 2010

Con edición el 18 de septiembre de 2011